Escrito por Hunter S. Thompson, ilustrado por Ralph Steadman y publicado originalmente en Scanlan’s Monthly, vol. 1, no. 4, en junio de 1970.
Me bajé del avión cerca de la medianoche y nadie me dirigió la palabra mientras cruzaba el oscuro corredor hacia la Terminal. El aire era denso y caliente, como cuando estás en una sauna. Dentro, la gente se abrazaba y se daba la mano… grandes sonrisas y gritos, aquí y allá: “¡Por Dios! ¡viejo bastardo! ¡Un gusto verte, hijo! ¡Te ves muy bien… y lo digo en serio!”.
En el salón con aire acondicionado, conocí a un hombre de Houston que dijo que su nombre era algo que no entendí -“pero llámame Jimbo”- y que estaba aquí para pasarlo bien. “¡Estoy listo para cualquier cosa, por Dios!”. Para lo que sea. ¿Qué estás bebiendo?”. Yo había pedido un Margarita con hielo, pero él no quería oír hablar de eso: “No, no, ¿qué tipo de trago es ése para el Derby de Kentucky? ¿Qué te sucede, muchacho?” Sonrió y le hizo un guiño al encargado del bar. “Maldita sea, vamos a educar a este muchacho. Tráele un poco de buen whisky”.
Me encogí de hombros. “De acuerdo, un Old Fitz doble con hielo”. Jimbo asintió con la cabeza.
“Mira”. Me cogió del brazo para asegurarse de que le prestaba atención. “Yo conozco a la gente del Derby, vengo aquí todos los año, y déjame decirte una cosa que he aprendido, esta no es una ciudad en que puedas dar la impresión a la gente de que eres un marica. Mierda, en un momento se te echarían encima, te golpearían en la cabeza y te arrebatarían hasta el último centavo que tuvieses en los bolsillos”.
Se lo agradecí y metí un Marlboro en mi boquilla. “Ey”, dijo, “tú pareces estar en el negocio de los caballos… ¿estoy en lo cierto?”
“No”, le dije, “Soy fotógrafo”.
“Ah, ¿si?”. Miró mi gastado bolso de cuero con interés. “¿Es eso lo que llevas ahí? ¿cámaras? ¿Para quién trabajas?”
“Playboy”, le dije.
Se rió. “¡Bien, maldita sea! De qué vas a tomar fotos aquí, ¿de caballos desnudos? Ja!. Supongo que tendrás que trabajar bien duro cuando corran el Kentucky Oaks. Esa carrera es sólo para yeguas. “Se reía a carcajadas“ ¡Claro que sí! ¡Y estarán todas desnudas!”
Volví mi cabeza sin decir nada; sólo le observé un segundo, tratando de parecer preocupado. “Habrá problemas”, dije. “Mi trabajo es tomar fotos de los disturbios».
“¿Qué disturbios?”
Dudé, haciendo girar el hielo en mi vaso. “En la pista. El día del Derby. Los Panteras Negras”. Le miré de nuevo. “¿No lees los periódicos?”
La sonrisa de su rostro se desvaneció. “¿De qué mierda estás hablando?”
“Bueno… quizás no debería decírtelo… Me encogí de hombros. “Pero que demonios, todo el mundo parece estar al tanto. La policía y la Guardia Nacional se llevan preparando desde hace seis semanas. Hay 20.000 soldados en alerta en Fort Knox. Nos han advertido -a la prensa y a los fotógrafos- que usemos cascos y ropas especiales, por ejemplo chalecos antibalas. Nos dijeron que esperaban tiroteos…”
“¡No!”, gimió; sus manos se agitaron y quedaron suspendidas por un momento entre nosotros, como si trataran de evitar lo que había escuchado. Después golpeó su puño contra la barra del bar. “¡Esos hijos de puta! ¡Dios todopoderoso! ¡El Derby de Kentucky!”. Movía su cabeza desesperadamente. “¡No! ¡Jesús! ¡Es demasiado horrible como para creerlo!” Ahora parecía estar hundiéndose en el taburete, y cuando me volví a mirar, sus ojos estaban llorosos. “¿Por qué? ¿Por qué aquí? ¿Ya no respetan nada?”
Me encogí de hombros una vez más. “No sólo son los Panteras. El FBI dice que autobuses, llenos de blancos desquiciados, han venido de todo el país para mezclarse con la multitud y atacar al mismo tiempo desde todas las direcciones. Vestirán de forma normal, como cualquier persona. Ya sabes, abrigos y corbatas y todo eso. Pero cuando los problemas comiencen… Bueno, por eso es que la policía está tan preocupada”.
Se sentó por un instante, mirando alrededor con desconcierto, sin ser capaz todavía de digerir todas esas terribles noticias. Entonces clamó: “¡Oh…Jesús! ¿Qué está pasando en este país, en el nombre de Dios? ¿Dónde puede uno mantenerse lejos de esa gente?”
“No aquí” le dije, tomando mi bolso. “Gracias por el trago…y buena suerte”.
Me agarró del brazo, urgiéndome a que me tomara otro trago, pero le dije que iba con retraso, pues debía llegar al Club de Prensa y prepararme para el terrible espectáculo. En un kiosco del aeropuerto tomé un Courier Journal y revisé los titulares: “Nixon envía soldados a Camboya para derrotar a los rojos…”. “Bombardeo de los B-52, 20.000 soldados avanzan 30 kilómetros…” “4.000 soldados del Ejército desplegados cerca de Yale, mientras crece la tensión por próxima protesta de los Panteras”. Al final de la página había una foto de Diane Crump, a punto de convertirse en la primera mujer en participar como jinete en el Derby de Kentucky. El fotógrafo la había retratado “de pie en los establos, acariciando a su montura, Fathom”. El resto del diario estaba salpicado de horribles noticias sobre la guerra e historias de los “disturbios estudiantiles”. No había ninguna mención acerca de los problemas que se avecinaban en una universidad de Ohio, llamada Ken State.
Me dirigí al mostrador de Hertz para recoger mi coche, pero el libertino “cara pálida” al cargo, dijo que no les quedaba ninguno. “Ya no puedes alquilar uno en ninguna parte”, me aseguró. “Nuestras reservas para el Derby se cerraron hace seis semanas”. Le expliqué que mi agente había confirmado un Chrysler blanco descapotable para mí esa misma tarde, pero él negó con la cabeza. “Quizás tengamos una cancelación. ¿Dónde se hospeda?”
Me encogí de hombros. “¿Dónde se hospedan las personas de Tejas? Quiero estar con mi gente”.
Suspiró. “Amigo, tienes problemas. La ciudad está totalmente repleta. Siempre es así durante el Derby”.
Me acerqué a él, susurrándole: “Mira, yo trabajo en Playboy. ¿Te interesaría un empleo?”
”Retrocedió rápidamente. “¿Qué? Venga ya, no bromees. ¿Qué tipo de trabajo?”
“Olvídalo”, le dije. “Acabas de perder tu oportunidad”. Arrastré mi bolso por el mostrador y me fui a buscar un taxi. El bolso es una propiedad valiosa en este tipo de trabajo; el mío tiene muchas etiquetas: San Francisco, New York, Lima, Roma, Bangkok, ese tipo de cosas y la más importante de todas, una plastificada, casi oficial, que dice: “Fotógrafo, Rev. Playboy”. Se lo compré a un chulo en Vail, Colorado, que me dijo como tenía que usarlo. “Nunca menciones Playboy hasta que estés totalmente seguro que han visto la etiqueta”, me dijo. “Entonces, cuando veas que ya se han dado cuenta, es el momento de atacar. Siempre se lo tragan. Esta cosa es mágica, te lo digo. Pura magia”.
Bueno… tal vez. Había resultado con el pobre diablo del bar, y ahora mientras el taxi amarillo zumbaba camino hacia la ciudad, me sentí un poco culpable de llenar los sesos del aquel incauto con esas malvadas fantasías. ¿Pero qué diablos? Cualquiera que vaya por el mundo diciendo, “El infierno claro que sí, yo soy de Tejas”, se merece cualquier cosa que le suceda. Y él, después de todo, había venido a ponerse una vez más en evidencia, con maneras trasnochadas en medio de una asfixiante y atávica locura, sin ningún otro fundamento que una “tradición” que mantener. Al principio de nuestra conversación, Jimbo me había dicho que no se había perdido un Derby, desde 1954. “Mi pequeña dama no vendrá de todas formas”, dijo. «Apretó los dientes y, esta vez, me dejó libre. ¡Y cuando yo digo libre quiero decir libre! ¡Me he ido gastando billetes de diez dólares por ahí, como si tal cosa! Caballos, whisky, mujeres… mierda, hay mujeres en esta ciudad que harían de todo por dinero”.
¿Por qué no? El dinero es una buena cosa a tener en estos tiempos perversos. El propio Richard Nixon lo necesita. Unos pocos días antes del Derby había declarado, “si yo tuviera dinero, lo invertiría en la Bolsa de Valores”, mientras ésta, continuaba con su terrible caída.
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El día siguiente fue agotador. Con sólo treinta horas antes de la carrera, no tenía credenciales de prensa y, de acuerdo al editor de deportes del Courier-Journal de Louisville, ninguna esperanza de conseguirme una. Peor aún, yo necesitaba dos: una para mí y otra para Ralph Steadman, el dibujante inglés que habían mandado desde Londres para realizar algunos dibujos del Derby. Todo cuanto sabía de él, era que esta era su primera visita a los Estados Unidos. Y cuanto más pensaba sobre este hecho, más miedo me daba. ¿Cómo sobrellevaría el terrible choque cultural que significa ser sacado de Londres para ser arrojado en medio de la turba embrutecida por el alcohol del Derby de Kentucky? No había forma de saberlo. Afortunadamente, llegaría al menos un día o más antes, y tendría tiempo de aclimatarse. Quizás con unas pocas horas de pacífico excursionismo por la región de Bluegrass, cerca de Lexington. Mi plan era recogerlo en el aeropuerto, en el enorme Pontiac Ballbuster que había alquilado a un vendedor de autos usados llamado Coronel Quick, para luego llevarlo a algún tranquilo entorno que le recordara Inglaterra.
El Coronel Quick había resuelto el problema del auto, y el dinero (por cuatro veces el precio normal) me había conseguido dos habitaciones en una ratonera en los suburbios de la ciudad. La única tarea pendiente a resolver era convencer a los peces gordos de Churchill Downs de que el Scanlan’s era una revista deportiva de tal prestigio, que su sentido común les obligara a facilitarnos dos pases de prensa de los mejores que tuviesen. Esto no fue fácil de lograr. Mi primera llamada a la oficina de prensa había resultado un fracaso total. El encargado de prensa no daba crédito a la idea de que hubiera alguien tan estúpido, como para solicitar pases de prensa dos días antes del Derby. “Mierda, no puede estar hablando en serio”, dijo. “El plazo se cerró hace dos meses. El palco de prensa está lleno; no hay más sitios… y, de todos modos, ¿qué diablos es el Scanlan´s Monthly?”
Lancé una sonora queja. “¿No te llamó la oficina de Londres? Han enviado un artista para hacer los dibujos. Steadman. Es irlandés, creo. Muy famoso allí. Sí. Acabo de recibirle desde la Costa. La oficina de San Francisco me dijo que todos teníamos pase”.
Parecía interesado, incluso simpático, pero no había nada que pudiera hacer. Le estuve adulando con más palabrería y, finalmente, me propuso un trato: nos entregaría dos pases para entrar a los jardines del Club, pero el Club mismo y especialmente el palco de prensa estaban prohibidos.
“Eso no suena bien” le dije. “Es inaceptable. Tenemos que tener acceso a todo. Todo. El espectáculo, la gente, la pompa y, desde luego, la carrera. ¿No creerás que hemos venido hasta aquí para ver la maldita carrera por la televisión, no? Entraríamos de un modo u otro. Quizás sobornando a un guardia o tal vez lanzando gas lacrimógeno sobre alguien” (había conseguido una spray de Mace en una droguería del centro por $5.98 y de repente, en medio de la conversación telefónica, se me había cruzado la espantosa idea de usarlo en la pista. Rociar a los porteros que cuidaban las angostas puertas del sitio sagrado, luego entrar rápidamente al interior, rociando una gran cantidad en el salón del gobernador, justo antes que la carrera comenzara. O rociar a los desvalidos borrachos en los lavabos del Club, por su propio bien…)
Hacia el mediodía del viernes todavía no tenia pases de prensa y aún no había podido localizar a Steadman. Tal vez había cambiado de idea y se había vuelto a Londres. Finalmente, después de darme por vencido con Steadman y haber intentado sin éxito convencer a mi contacto de la oficina de prensa, decidí que la única esperanza de obtener los pases era ir a la pista y enfrentarme a él en persona, sin avisar, pidiéndole esta vez sólo un pase, en vez de dos, y hablando muy rápido y con un extraño tono en mi voz, como un hombre que está a punto de estallar y trata de controlarse. De camino, pasé por el mostrador del motel para cobrar un cheque. Entonces tuve una inspiración, y pregunté si por un casual se había registrado allí un tal señor Steadman.
La recepcionista tenía alrededor de cincuenta años y un aspecto peculiar; cuando mencioné a Steadman asintió, sin apartar la vista de lo que quiera que estuviese escribiendo, dijo con voz baja, “Podría apostar a que sí”. Entonces me regaló una gran sonrisa. “Si, desde luego. El señor Steadman acaba de irse al hipódromo. ¿Es amigo suyo?”
Sacudí la cabeza. “Se supone que estoy trabajando con él, pero ni siquiera sé que pinta tiene. Maldita sea , ahora tendré que encontrarlo entre la multitud”.
Ella se rió entre dientes. “Usted no tendrá ningún problema para encontrarlo. Podría reconocer a ese hombre en medio de cualquier gentío”
“¿Por qué?” pregunté. “¿Qué le pasa? ¿Qué aspecto tiene?”
“Bueno..”. dijo, todavía sonriendo, “es la persona más divertida que he visto en mucho tiempo. Tiene esa…ah…ese bulto por toda la cara. De hecho por toda su cabeza”. Asintió.“Usted lo reconocerá en cuanto le vea; no se preocupe por eso”.
Dios Santo, pensé. Eso jodía lo de los pases de prensa. Tuve la visión de un cretino estremecedor, todo cubierto de pelo y verrugas presentándose en la oficina de prensa y pidiendo los pases del Scanlan’s. Bueno, ¿qué diablos? Siempre podríamos colarnos con el ácido y pasar todo el día vagando por los jardines del Club garabateando algunos bosquejos, riéndonos histéricamente de los nativos y bebiendo julepes de menta, para que los policías no nos tomasen por unos anormales. Incluso podríamos cobrar; instalaríamos un caballete con un gran cartel que dijera: “Artista extranjero hace retratos, $10 dólares cada uno. Hágase uno, ¡AHORA!”
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Tomé la autopista rumbo al hipódromo, conduciendo a toda velocidad y haciendo pasar el gigantesco vehículo de un carril a otro, con una cerveza en una mano y la mente tan confusa que estuve a punto de chocar con un Volkswagen lleno de monjas, cuando giré para tomar la salida de la derecha. Todavía existía una remota posibilidad, pensaba, de atrapar al monstruoso británico antes que se registrara.
Pero Steadman ya estaba en la sala de prensa cuando llegué, era un joven inglés de barba que usaba un abrigo de lana y anteojos de la RAF. No había nada de extraño en él. Ninguna vena facial, o huellas de verrugas con pelos. Le mencioné la descripción que me hizo la mujer y se quedó confuso. “No te preocupes por eso”, le dije. “Sólo ten en mente durante los próximos días que estamos en Louisville, Kentucky, no en Londres. Ni siquiera en New York. Este es un lugar extraño. Tienes suerte de que esa enferma del motel no sacara una pistola de la caja registradora y te volara los sesos”. Me reí, pero él parecía preocupado.
“Sólo finge que has venido de visita a este hospital psiquiátrico”, le dije. “Si los internos pierden el control, les reduciremos con Mace”. Le enseñé la lata de “Chemical Billy”, resistiendo la tentación de disparar a través de la habitación hacia un hombre con cara de rata que tecleaba diligentemente en la sección de Asociados de Prensa. Estábamos de pié en el bar, saboreando el Escocés de los directivos y felicitándonos por nuestra repentina e inexplicable suerte de recibir dos pases de prensa de los mejores. La mujer de la oficina de prensa había sido muy amable con él, dijo. “Tan solo dije mi nombre y ella se ocupó de todo”.
A media tarde lo teníamos todo bajo control. Teníamos asientos en la misma línea de llegada, televisión en color, barra libre en la sala de prensa y una serie de pases que nos daba entrada a cualquier lugar, desde las cabinas de reporteros hasta la zona de jockeys. Lo único de lo que carecíamos era de acceso ilimitado al sancta santorum del club,las secciones “F&G”… y yo sentía que lo necesitaríamos, para ver a la nobleza del whisky en acción. El gobernador, un cerdo mercenario neo-nazi llamado Louis Nunn, estaría en la sección “G”, junto a Barry Goldwater y el Coronel Sanders. Presentía que estaríamos bien en una de las salas de la sección “G” donde podríamos descansar y beber julepes de menta, empapándonos un poco de la atmósfera y de las especiales vibraciones del Derby.
Los bares y restaurantes estaban también en las secciones “F&G”, y los bares del club ofrecen una imagen muy especial el Día del Derby. Junto a políticos, bellezas de sociedad y empresarios locales, cualquier vanidoso ligeramente perturbado que se encontrase en un radio de quinientas millas alrededor de Louisville, se dejaría ver por allí, pavoneándose borracho y dando palmadas en un montón de espaldas de una forma descarada.
El Paddock es probablemente el mejor lugar en las instalaciones para sentarse y observar caras. A nadie le importa ser observado; para eso es para lo que van allí. Algunos pasan la mayor parte de su tiempo en el Paddock; se sientan en una de las muchas mesas de madera, se reclinan en las cómodas sillas y observan en el panel luminoso como, con las apuestas, las probabilidades de los diferentes caballos varían hacia arriba y hacia abajo.
Camareros negros ataviados con chalecos blancos de servicio atraviesan la multitud con bandejas repletas de bebidas; mientras los expertos estudian sus cuadernos de notas y los jugadores, asaltados por corazonadas, escogen números al azar o revisan las listas en busca de nombres que les suenen bien. Hay un constante flujo de tráfico desde el exterior hacia las ventanillas de apuestas por los corredores de madera. Después, a medida que se acerca el comienzo de la carrera, la multitud se diluye y la gente regresa a sus asientos.
A buen seguro, íbamos a tener que concebir algún modo de pasar más tiempo en el Club al día siguiente. Pero los pases de prensa para acceder a las secciones F&G sólo eran válidos durante treinta minutos cada vez, presumiblemente para permitir a los tipos de la prensa entrar y salir para tomar fotos y hacer entrevistas rápidas, pero, al mismo tiempo, evitar que vagabundos como Steadman y yo pasáramos todo el día en el club, acosando a la nobleza y revolviendo sus bolsos de mano mientras cruzábamos las salas. O que rociáramos con Mace al gobernador. El tiempo límite no era un problema el viernes, pero el Día del Derby los pases de paseo estarían muy demandados. Y considerando que tardábamos alrededor de diez minutos en ir desde la cabina de prensa hasta el Paddock, y otros diez el volver, no nos quedaba mucho tiempo de sobra para un serio estudio de la gente allí reunida. Y, a diferencia de la mayoría de los reunidos en la cabina de prensa, nosotros no teníamos el más mínimo interés acerca de lo que sucediera en la pista. Nosotros habíamos ido hasta allí para ver la actuación de las verdaderas bestias.
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El viernes, a última hora de la tarde, salimos al balcón de la sala de prensa y tratamos de describir la diferencia entre lo que veíamos y lo que veríamos al día siguiente. Era la primera vez que venía al Derby desde hacía diez años, pero antes de esto, cuando vivía en Louisville, solía venir todos los años. Ahora, mirando hacia abajo desde el palco de prensa, señalé el gran prado de hierba rodeado por la pista. “Todo eso”, dije,“estará a rebosar de gente; cincuenta mil o así, y una gran parte de ellos tambaleándose borrachos. Es una escena fantástica, miles de personas desmayándose, gritando, copulando, pisoteándose unas a otras y peleándose con botellas de whisky rotas. Tendremos que pasar algo de tiempo allí, será difícil moverse, hay demasiados cuerpos”.
“¿Es seguro? ¿Regresaremos?”
“Seguro”, dije. “Sólo tendremos que tener cuidado de no pisar el estómago de alguien y comenzar una pelea”. Me encogí de hombros. “Demonios, lo que sucederá aquí en el interior del Club, justo detrás de nosotros, será casi tan malo como lo del prado central. Miles de borrachos tambaleantes y locos, poniéndose cada vez más furiosos a medida que pierden más y más dinero. A media tarde estarán tragando vasos de menta con ambas manos y vomitándose unos a otros entre carrera y carrera. El lugar completo estará rebosante de cuerpos, pegados hombro con hombro. Será difícil moverse. Los pasillos estarán manchados con vómito; la gente se caerá y se agarrará de tus piernas para evitar ser pisoteados. Borrachos meándose en las ventanillas de apuestas. Dejando caer puñados de dinero y peleando para agacharse y recuperarlo”.
Parecía tan nervioso que me reí. “Sólo estoy bromeando”, dije. “No te preocupes. A la primera señal de problemas empezaré a arrojar este “Chemical Billy” a la multitud”.
Él había hecho algunos buenos bocetos, pero hasta el momento no habíamos encontrado ese tipo de rostro tan especial que sentía que necesitaríamos para un dibujo perfecto. Era una cara que yo había visto miles de veces cada vez que había venido al Derby. Lo veía, en mi cabeza, como la máscara de la nobleza del whisky, una pretenciosa mezcla de ebriedad, sueños fallidos y crisis terminal de identidad; el inevitable resultado de la endogamia de una cultura cerrada e ignorante. Una de las claves genéticas de la reproducción de perros, caballos y cualquier otro animal de pura raza es que la proximidad de parentesco tiende a potenciar tanto los puntos débiles como los fuertes. En un cruce de caballos, por ejemplo, existe el riesgo de cruzar a dos caballos rápidos que están a su vez un poco locos. La prole será muy rápida, pero también muy loca. Así que el secreto de la reproducción de pura sangres es retener los rasgos positivos y eliminar los negativos. Pero el cruce de seres humanos no está sabiamente supervisado, particularmente en la estrecha sociedad sureña en la que la más radical endogamia no es solo elegante y conveniente, sino más aceptable -para los padres- que permitir a sus retoños encontrar libremente sus propias parejas, por sus propias razones y por sus propios medios. (“Maldita sea, ¿supiste lo de la hija de Smitty? Se volvió loca y se casó en Boston con un negro la semana pasada!”)
Así que la cara que trataba de encontrar en el ChruchillDowns ese fin de semana era todo un símbolo, para mi, de toda esa maldita cultura atávica que hace del Derby de Kentucky lo que es.
En nuestro camino de regreso al motel tras las carreras del viernes, advertí a Steadman sobre algunos de los problemas con los que tendríamos que lidiar. Ninguno de nosotros había traído ninguna clase de extrañas drogas ilegales, así que tendríamos que sobrevivir a base de alcohol. “Deberías tener en cuenta”, dije,“que casi todo el mundo al que te dirijas estará borracho. Gente que puede parecer muy amable a primera vista pueden comenzar a discutir contigo, repentinamente, sin ninguna razón” Él asintió, mirando desconcertado. Parecía estar un poco desanimado por lo que traté de animarlo invitándole a cenar esa noche con mi hermano.
Ya de regreso en el motel, hablamos un rato sobre Estados Unidos, el sur, Inglaterra… para relajarnos un poco antes de la cena. No había forma de saber, en ese momento, que ésta, sería la última conversación relativamente normal que tendríamos. Desde aquel momento, el fin de semana se convirtió en una viciosa y ebria pesadilla. Quedamos completamente destrozados. El principal problema fue mi pasado en Louisville, que me llevaba naturalmente a organizar reuniones con viejos amigos, parientes, etc., muchos de los cuales estaban en pleno proceso de desmoronamiento, volviéndose locos, preparando divorcios, derrumbándose bajo la presión de terribles deudas o recuperándose de horribles accidentes. Justo en medio de aquella locura del Derby, un miembro de mi propia familia tuvo que ser internado en una clínica psiquiátrica. Aquello añadió mayor tensión a la situación, y como el pobre Steadman no tenía ninguna posibilidad de elegir sino cargar con lo que quiera que se le metiese por delante, estaba sujeto a shock tras shock.
Otro problema era su hábito de hacer caricaturas de toda la gente que conocía en las diversas situaciones sociales a las que yo lo arrastraba; luego les daba los dibujos. El resultado era siempre desafortunado. Le advertí muchas veces sobre permitir a los sujetos ver sus horribles dibujos, pero por alguna perversa razón continuaba haciendo lo mismo. En consecuencia, comenzó a ser visto con miedo y asco por casi todas las personas que veían o incluso escuchaban hablar de su trabajo. Él no podía entenderlo. “Es una broma”, insistía. “¿Por qué se enojan? En Inglaterra es absolutamente normal. La gente no se molesta. Ellos entienden que sólo estoy haciendo una caricatura”.
“A la mierda Inglaterra”, le dije. “Esto es el corazón de América. Esta gente considera que tú los estás insultando brutalmente. Mira lo que pasó anoche, pensé que mi hermano te arrancaría la cabeza”.
Steadman movió su cabeza apesadumbrado. “Pero me caía bien. Me pareció un tipo sincero y directo”.
“Mira, Ralph”, le dije. “No nos engañemos. Tú le regalaste un retrato horrible. Era la cara de un monstruo. Se lo tomó muy mal”. Me encogí de hombros. “Por qué diablos crees que nos fuimos del restaurante tan rápido?”
“Pensé que había sido por lo del Mace”, me dijo.
“¿Qué Mace?”
Sonrió. “Cuando rociaste con él al camarero, ¿no te acuerdas?”
“Maldición, eso no fue nada”, dije. “Fallé… y de todas formas teníamos que irnos”.
“Pero nos cayó a nosotros encima”, dijo. “La habitación estaba llena de aquel maldito gas. Tu hermano estaba estornudando y su mujer lloraba. Me dolieron los ojos durante dos horas. No podía ver ni dibujar al regresar al motel”.
“Cierto”, dije. “Esa cosa le fue a parar a las piernas, ¿no?”
“Estaba enfadadísima”, dijo.
“Si…bueno, vale… Vamos a imaginar que la cagamos por partes iguales en esta ocasión”, dije. “Pero a partir de ahora vamos a tratar de ser precavidos cuando tengamos gente conocida alrededor. No les dibujarás y yo no les gasearé con Mace. Tan solo vamos a tratar de relajarnos y emborracharnos”.
“Claro”, dijo. “Seremos nativos”.
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Era sábado por la mañana, el día de la gran carrera, y desayunamos en un palacio de hamburguesa plástica conocido como el Fish-Meat Village. Nuestras habitaciones estaban justo al otro lado de la calle en el Brown Suburban Hotel. Había un comedor, pero la comida era tan mala que no pudimos soportarla. Las camareras parecían tener inflamadas las canillas; se movían muy lentamente, quejándose y maldiciendo a los “morenos” de la cocina.
A Steadman le gustaba el Fish-Meat porque allí tenían “fish and chips”. Yo prefería la “tostada francesa”, que en realidad era masa para tortitas, frita con el espesor adecuado y luego cortada en una especie de molde para galletas para que adquiriese la apariencia de pan tostado.
Aparte de la bebida y de la falta de sueño, nuestro único problema real en este punto era el asunto del acceso al Club. Finalmente, decidimos ir de cara y robar dos pases, si era necesario, antes que perdernos parte de la acción. Esta fue la última decisión coherente que pudimos tomar durante las 48 horas siguientes. Desde aquí en adelante—casi desde el instante en que partimos hacia la pista—perdimos todo control de los acontecimientos y pasamos el resto del fin de semana agitándonos en un océano de horrores. Mis notas y pensamientos sobre el Derby están un tanto mezclados.
Pero ahora, mirando el gran cuaderno rojo que llevé durante todo ese fin de semana, entiendo más o menos lo que sucedió. El propio libro está algo estropeado y doblado; algunas de las paginas están desgarradas, otras están arrugadas y manchadas de algo que parece ser whisky, pero tomándolo como un todo, con esporádicos flashes de memoria, las notas parecen contar la historia. A saber:
Llueve toda la noche hasta el amanecer. No dormimos. Jesús, allá vamos, una pesadilla de barro y demencia… pero no. Al mediodía el sol está radiante un día perfecto, en absoluto húmedo.
Steadman está ahora preocupado por el fuego. Alguien le contó que el Club se incendió hace dos años. ¿Podría volver a suceder? Sería Horrible. Quedaríamos atrapados en el salón de prensa. Un Holocausto. Cien mil personas peleando por escapar. Borrachos gritando entre las llamas y el barro, caballos enloquecidos corriendo por todas partes. Estaríamos ciegos por el humo. Las tribunas desmoronándose en un mar de llamas con nosotros en el techo. El pobre Ralph está a punto de sufrir una crisis nerviosa. Bebe de forma brutal en el Haig & Haig.
Llegamos al circuito en un taxi, evitando ese terrible aparcamiento a rebosar de gente, a 25 dólares la plaza, viejos desdentados indican espacios para los autos con grandes carteles que dicen: ESTACIONAR AQUÍ. “Está bien, chico, no importan los tulipanes”. El pelo despeinado en su cabeza, erizado como un montón de juncos.
Los accesos llenos de gente, todos moviéndose en la misma dirección, hacia Churchill Downs. Niños llevando neveras y mantas, adolescentes con apretados pantalones cortos de color rosa, muchos negros… tipos negros con sombreros de fieltro blanco con bandas de piel de leopardo, policías dirigiendo el trafico.
La multitud se apretuja en todas las calles en torno al hipódromo; avanzamos lentamente entre la gente, el calor es excesivo. Mientras caminábamos hacia el ascensor que conducía al salón de prensa, dentro del Club, nos encontramos con un montón de soldados que llevaban largas porras blancas. Cerca de dos pelotones, con cascos. Un hombre que caminaba al lado nuestro dijo que esperaban al gobernador. Steadman les miró nervioso. “¿Por qué llevan esas porras?”
“Panteras Negras”, le dije. Entonces recordé al bueno “Jimbo” del aeropuerto y me pregunté que pensaría él en este momento. Probablemente estaría muy nervioso; el lugar estaba abarrotado de policías y soldados. Nos escurrimos a través de la multitud, pasamos muchas puertas, cruzamos el paddock, el lugar al que los jinetes traen los caballos y desfilan por unos momentos antes de cada carrera para que los jugadores puedan echarles un vistazo. Cinco millones de dolares serán apostados hoy. Habrá muchos ganadores, aún más perdedores. Qué importa. La puerta de acceso al salón de prensa esta repleta de gente tratando de entrar, gritándole a los guardias, mostrando extrañas credenciales: Chicago Sporting Times, Pittsburg Police Athetic League… todos ellos rechazados. “Muévete, amigo, dale paso a los trabajadores de la prensa”. Empujamos a la gente, entramos al ascensor y rápidamente subimos hasta el bar. ¿Por qué no? Adentro. Hoy es un día muy caluroso, no me siento bien, debe ser este clima horrible. La zona de prensa estaba fresca y corría el aire, había muchas salas que recorrer y asientos en la terraza para observar la carrera o mirar a la multitud. Conseguimos una hoja de apuestas y salimos.
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Caras rosadas con un copete elegante del sur, viejo estilo de aristócrata, abrigos de algodón y cuellos abotonados. “Senilidad Floreciente” (frase de Steadman)… agotada desde el principio o quizás, sin fuerzas que agotar en primer lugar. Nada de energía en las caras, nada de curiosidad. Sufriendo en silencio, después de los treinta, ya no se puede hacer nada en esta vida, sólo queda aguantar y entretener a los niños. Deja que los jóvenes disfruten mientras puedan. ¿Por qué no?
La muerte implacable llegó primero aquí… duendes malignos en el césped por las noches, aullando al lado de ese negrito de acero con ropas de jinete. Tal vez él es el único que aúlla. Espantosos delirium tremens y demasiados gruñidos en el club de bridge. Hundiéndose junto con la bolsa de valores. Oh, Dios, el chico ha destrozado el auto nuevo, se ha estampado contra el gran pilar de piedra que hay en el cruce de la autopista. ¿Se ha roto la pierna? ¿Se ha torcido el ojo? Envíenlo a Yale, ellos son capaces de curarlo todo.
¿Yale? ¿No has leído el diario de hoy? New Haven está bajo sitio. Yale está infestado de Panteras Negras… se lo digo Coronel, el mundo se ha vuelto loco, muy loco. ¿Por qué?; ¿Cómo es posible que una maldita mujer pueda correr hoy en el Derby?
Dejé a Steadman garabateando en el Paddock y me dirigí a realizar nuestras apuestas para la cuarta carrera. Cuando regresé, él observaba intensamente a un grupo de jóvenes sentados entorno a una mesa, no muy lejos de ahí. “Jesús, mira la corrupción en esa cara!” susurró. “¡Mira la locura, el miedo, la avaricia!” Miré, y me apresuré a volver a mirar el dibujo sobre la mesa. La cara que él había elegido para retratar, era la cara de un viejo amigo mío, una estrella del fútbol pre-universitario de los buenos viejos tiempos, que tenía un elegante Chevy convertible de color rojo y una mano muy rápida, se decía, para desabrochar sujetadores de la talla 32 B. Lo llamaban “El Hombre Gato”.
Pero ahora, una docena de años después, no podría haberle reconocido en ningún otro lugar salvo allí, donde tendría que haber esperado encontrarlo, en el bar del Paddock, el día del Derby… ojos gordos y sesgados, una sonrisa de chulo, un traje de seda azul y sus amigos mirando como si fueran cajeros de banco corruptos en mitad de una borrachera…
Steadman quería ver algunos coroneles de Kentucky, pero no estaba seguro de cómo eran. Le dije que regresara a los baños de hombres en el Club y buscara a tipos vestidos con trajes de lino blanco vomitando en los urinarios. “ Normalmente tienen grandes manchas marrones de whisky en la solapa de sus trajes”, le dije. “Pero mira sus zapatos, ahí está la señal. La mayoría de ellos evitan vomitar sobre sus ropas, pero no prestan atención a sus zapatos”.
En un palco no lejos del nuestro estaba el coronel Anna Friedman Goldman, presidente y guardián del gran sello dela Honorable Orden de Coroneles de Kentucky. No todos los cerca de 76 millones o más de Coroneles de Kentucky podrían acudir aquel año al Derby, pero muchos mantenían la fe, y varios días antes del Derby se habían reunido para su cena anual en el Seelbach Hotel.
El Derby, la carrera en si, estaba programada para la tarde, y mientras la hora mágica se aproximaba le sugerí a Steadman que deberíamos pasar más tiempo en el campo central, aquel ardiente mar de gente que se extendía desde la pista hasta el Club. Pareció un poco nervioso al respecto, pero ya que ninguna de las horribles cosas sobre las que le había advertido se habían cumplido -no hubo protestas, incendios, ni ataques salvajes de borrachos- se encogió de hombros y dijo, “Bueno, hagámoslo”.
Para lograrlo tuvimos que pasar muchas puertas, y cada una nos llevaba un paso más abajo en la escala social, después cruzamos un túnel bajo la pista. Al salir del túnel sufrimos un choque cultural de tal calibre que nos llevó algún tiempo acostumbrarnos. “Dios todopoderoso!” susurró Steadman. “Esto es…Cristo!” Sin pensarlo, se zambulló entre la multitud con su pequeña cámara, caminando sobre los cuerpos, y yo lo seguí, tratando de tomar notas.
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Caos total, no hay forma de ver la carrera, ni siquiera la pista… a nadie le importa. Grandes colas en las ventanillas de apuestas, luego se paran frente a las pantallas gigantes para ver los números de los caballos ganadores, como en un bingo gigante.
Viejos negros discuten sobre apuestas; “Un momento, yo me encargo de esto” (mostrando una pinta de whisky, un puñado de dólares); una niña jugando al caballito, camisetas que dicen, “robada de la cárcel de Fort Lauderdale”. Miles de adolescentes en grupos cantando “Let the sun Shine In”, diez soldados protegiendo la bandera de EE.UU y un gordo borracho con una camiseta de fútbol americano azul (Nº80) tambaleándose de un lado a otro con un cuarto de cerveza en la mano.
Aquí no se vende alcohol, es demasiado peligroso… ni siquiera hay baños. Playa Muscle… Woodstock… muchos policías con porras anti disturbios, pero no hay señal de protestas. Muy lejos, no precisamente aquí, sino cruzando la pista, el Club parece una postal del Derby de Kentucky.
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Regresamos al Club para ver la gran carrera. Cuando la multitud se paró para cantar “My Old Kentucky Home” con la bandera en alto, Stedman se puso enfrente de ellos y comenzó a dibujarlos histéricamente. Desde algún lugar de los salones una voz chilló, “agáchate, hippie idiota”. La carrera sólo duró dos minutos, e incluso desde nuestros asientos de clase privilegiada y usando los binoculares más poderosos, no había forma de ver lo que estaba sucediendo realmente con nuestros caballos. Dios Santo, el caballo de Ralph, tropezó y perdió a su jinete en la última vuelta. El mío, Silent Screen, lideró la carrera hasta la última vuelta, pero cayó al quinto puesto en la recta final. El ganador, llamado Dust Commander, pagaba 16 a1.
Momentos después de que terminara la carrera, la multitud se precipitó violentamente hacia las salidas, corriendo para tomar taxis y autobuses. Al día siguiente el Courier informaba de la violencia en la zona del parking; mucha gente fue golpeada y pisoteada, robaron muchas carteras, hubo niños perdidos, peleas con botellas. Pero nosotros nos perdimos todo esto, porque nos habíamos retirado al salón de prensa para tomar una copa después de la carrera. A estas alturas, ya estábamos medio locos a causa del exceso de whisky, la insolación, el choque cultural, la falta de sueño y la disolución general. Estuvimos dando vueltas por el salón el tiempo suficiente como para ver una entrevista masiva al propietario del caballo ganador, un pequeño y elegante hombre llamado Lehmann que decía que había llegado a Louisville aquella mañana procedente del Nepal, donde “había abatido un tigre gigante”. Los reporteros de deportes murmuraron con admiración mientras un camarero llenó el vaso de Lehmann con Chivas Regal. Acababa de ganar 127.000 dólares con un caballo que le había costado 6.500 hacía dos años. Su profesión, dijo, era “contratista retirado”. Y aquí añadió, con una gran sonrisa,“Me acabo de retirar”.
El resto del día fue de pura locura. El resto de la noche también. Lo mismo al día siguiente. Ocurrieron cosas tan horribles que ni siquiera puedo pensar sobre ellas ahora, y menos aún publicarlas. Tuve suerte de escapar con vida. Uno de los recuerdo más claros que tengo de esos días, es el de Ralph siendo atacado por uno de mis viejos amigos en el salón de billar del Club Pendennis, en el centro de Louisville, la noche del sábado. El hombre se había arrancado los botones de su camisa hasta la cintura al imaginar que Ralph estaba detrás de su mujer. No hubo golpes, pero los efectos emocionales fueron enormes. Luego, como si fuera el epílogo final al horror, Steadman puso a trabajar su diabólico lápiz y trató de arreglar las cosas haciendo un pequeño retrato de la mujer a la que supuestamente había estado cortejando. Tuvimos que huir del Pendennis.
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En torno a las diez y media de la mañana del lunes me despertó un ruido de arañazos en la puerta. Me incorporé en la cama y abrí la cortina lo suficiente para distinguir a Steadman en el exterior. “¿Qué mierda quieres?”, le grité.
“¿Qué tal un desayuno?” dijo él.
Me levanté y traté de abrir la puerta, pero se quedó atascada por la cadena del cerrojo y se volvió a cerrar. ¡No fui capaz de sacar la cadena! No había forma, así que la rompí con una furiosa sacudida de la puerta. Ralph ni se inmutó. “Mala suerte”, dijo.
Apenas podía ver. Tenía los ojos tan hinchados que casi no podía abrirlos y la brusca irrupción de la luz a través de la puerta me dejó aturdido e indefenso como un topo enfermo. Steadman estaba farfullando acerca de náuseas y el terrible calor; me senté en la cama y traté de seguirle con la mirada mientras se movía alrededor del cuarto de forma extraña, hasta que, repentinamente, sacó una Colt 45 y apuntó con el a un cubo de cerveza. “Cristo”, dije. “Estás perdiendo el control”.
Asintió y arrancó la tapa de la botella, tomando un largo trago. “Sabes, este lugar es realmente espantoso”, dijo finalmente. “Tengo que salir de aquí…” movió su cabeza con nerviosismo. “El avión sale a las tres treinta, pero no sé si podré soportarlo”.
Casi no podía oír lo que decía. Finalmente mis ojos se abrieron lo bastante para poder ver lo que se reflejaba en el espejo que estaba al otro lado de la habitación y quedé espantado al reconocer lo que vi. Por un momento pensé que Ralph había traído a alguien -un modelo perfecto de esa cara que habíamos estado buscando. Ahí estaba, por Dios- una caricatura hinchada, devastada por el alcohol, enfermiza… la horrible versión animada de una vieja foto arrancada al álbum familiar de una orgullosa madre. Era la cara que habíamos estado buscando y era, por supuesto, la mía. Horrible, horrible…
“Tal vez debería dormir un poco más”, dije. “¿Por qué no vas al Fish-Meat y comes un poco de ese pescado chamuscado con patatas fritas? Luego regresas acá y me despiertas hacia el mediodía. Me siento demasiado cerca de la muerte para salir a la calle ahora”.
Sacudió la cabeza. “No… no… Creo que voy a volverme arriba a trabajar un rato en estos dibujos”. Se inclinó par coger otras dos latas de cerveza del cubo. “Intente trabajar antes” dijo, “pero mis manos seguían temblando… Es terrible, terrible”.
“Tienes que dejar de beber”, le dije.
Asintió. “Lo sé. No es bueno, no es bueno en absoluto. Pero por algún motivo me hace sentir mejor…”.
“No por mucho tiempo”, dije. “Probablemente sufrirás un colapso histérico de delirium tremens esta noche, probablemente justo cuando tengas que bajar de tu avión en el Kennedy. Te pondrán una camisa de fuerza para reducirte y te arrastrarán hacia los calabozos antes de golpearte en los riñones con grandes porras una y otra vez, hasta que te calmes”.
Se encogió de hombros y se largó, cerrando la puerta tras de sí. Volví a la cama durante otra hora o así, y más tarde, tras mi escapada al Nite Owl Food Mart para mi zumo de pomelo diario, tuvimos nuestra última comida en el Fish-Meat Village: un agradable almuerzo a base de pasta y carne frita con mucha grasa.
Para entonces Ralph no quería ni pedir café; se mantenía sólo a base de agua. “Es la única cosa que tienen aquí apta para el consumo humano”, explicó. Luego, con una hora o más por delante antes de que tomara el avión, pusimos los dibujos sobre la mesa y los examinamos un buen rato, preguntándonos si había captado el espíritu del Derby… pero no pudimos decidirnos. Sus manos temblaban tanto que tenía problemas para sostener los papeles, y mi vista estaba tan borrosa que apenas podía ver lo que había dibujado Ralph. “Mierda”, dije. “Nosotros estamos peor que cualquier cosa que hayas dibujado aquí”.
Él sonrió. “Sabes, he estado pensando sobre eso”, dijo. “Vinimos aquí para contemplar un espectáculo terrible: gente fuera de si, vomitando sobre sí mismos y todo eso… y ahora, ¿sabes qué? Somos nosotros…”
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Un gran Pontiac Ballbuster se lanza disparado a través del tráfico de la autopista.
Un boletín nacional de noticias informa que la Guardia Nacional está masacrando estudiantes en Ken State y que Nixon continúa bombardeando Camboya. El periodista conduce ignorando a su pasajero que está casi desnudo, tras quitarse la mayor parte de la ropa que sostiene a través de la ventana con el fin de quitar el olor del Mace. Sus ojos están enrojecidos y su cara y su pecho están empapados de la cerveza que ha usado para limpiarse el horroroso químico que tiene adherido a la piel. La parte delantera de sus pantalones de lana está húmeda de vómito; su cuerpo es sacudido por violentos ataques de tos y ahogados sollozos. El periodista conduce el inmenso auto a través del tráfico y se estaciona frente a la Terminal, abre la puerta del lado del pasajero y empuja al inglés, gritando: “Lárgate, ¡marica! ¡Hijo de puta pervertido! (ríe enloquecido). Si te vuelvo a encontrar te patearé todo el camino hasta Bowling Green, basura extranjera. El Mace es demasiado bueno para ti… podemos arreglárnoslas sin tipos como tú en Kentucky”.