Por José María Mateu
Es un debate recurrente en el ámbito académico. Muchas investigaciones parecen tener como únicos fines los de llenar revistas y engrosar la currícula de los académicos. Desde ámbitos ajenos a la Universidad se plantea, por el contrario, la necesidad de que los recursos invertidos en investigar tengan una utilidad que vaya más allá de los fines particulares de los investigadores.
El pasado XXV Congreso de ACEDE (Asociación Científica de Economía y Dirección de la Empresa), celebrado este junio en Jaén, volvió a plantear el debate.
Los académicos se defienden argumentando que la investigación, cuando se hace con rigor, aumenta el conocimiento y esto aporta de por sí valor a la sociedad en su conjunto. Se critica además la búsqueda de soluciones rápidas que, en última instancia, lo único que hacen es socavar el rigor y la calidad de la investigación.
Sería útil diferenciar el «cómo» del «qué» o el «para qué». Nadie cuestiona en realidad la premisa del rigor, es decir, nadie cuestiona el cómo. Lo que se cuestiona es qué se debe investigar y para qué se debe investigar.
Son los propios investigadores los que deciden, hoy por hoy, qué investigar, qué puede ser relevante y qué no lo es. Y aquí surge la cuestión clave: ¿disponen todos ellos del criterio necesario para tomar esa decisión?
Durante el debate se apoyó, casi desde todos los puntos de vista, la utilidad de la transferencia de los resultados de la investigación. Ese consenso se basa en mi opinión de que, más allá de los recursos que esa transferencia aporte para seguir investigando, supone además una manera de distinguir si la investigación es realmente útil a la sociedad. Que alguien esté dispuesto a pagar por esos resultados es un test excelente de utilidad.
Podríamos enumerar otras vías para distinguir la investigación útil para la sociedad de la que no lo es, pero en éstas parece haber menos consenso. La incorporación de personas que han estado en el ámbito de la empresa sería otra vía. Estas personas podrían aportar criterio a la hora de evaluar qué investigación tiene utilidad para la empresa y cuál no la tiene.
Esta vía está, sin embargo, vetada mediante un sistema que no valora la experiencia profesional fuera de la Universidad a la hora de evaluar los méritos para incorporarse a la misma como investigador o profesor investigador. Véase por ejemplo los baremos usados a la hora de contratar profesores. La experiencia investigadora posdoctoral se valora en hasta 60 puntos, la experiencia docente en hasta 30 puntos, y la formación académica y experiencia profesional con un máximo de 8 puntos. Cualquier candidato que haya publicado un par de artículos científicos aventajará así a un profesional con decenas de años de experiencia profesional.
En conclusión, la normativa parece caminar en la dirección de mantener alejadas de la Universidad a personas con el criterio necesario para evaluar la utilidad para la sociedad de la investigación que se plantee. Dicho de otra manera, la normativa parece optar por que se siga haciendo investigación poco útil para las empresas y para la sociedad en su conjunto.