Por David Carrascosa Mendoza
Queramos o no, cada vez los clientes se están volviendo más exigentes con respecto a los bienes y servicios que consumen; en consecuencia, el mercado es cada vez más intolerante con las empresas y marcas que resultan deficientes. Por otro lado, cada vez que una empresa busca la excelencia y ofrece mejoras en la calidad, sus competidores son percibidos como más incompetentes y deficientes en sus productos o servicios a la vista de los consumidores. Por eso, al dirigir una empresa deberíamos preguntarnos ¿podría ser la calidad una nueva arma competitiva?
Yo creo que sí, que la calidad es una arma competitiva formidable, pero no puede ser considerada como algo que se trata de forma sesgada del resto de la empresa o que se limita a los acabados y a las materias primas. La gestión de la calidad o excelencia debe ser total, porque más bien es una forma de entender la empresa que una forma de trabajar. Podríamos decir que la excelencia es una filosofía de empresa orientada al cliente, porque el proceso empresarial que busca la calidad comienza con el cliente; de hecho, si no comienza con el cliente, lo normal será que acabe con los clientes y en consecuencia con la empresa.
La gestión de calidad total para alcanzar la excelencia no se puede comprar e instalar como si fuese un programa de ordenador, sino que supone diseñar la organización de manera que pueda satisfacer día tras día a los clientes. Esto tiene dos líneas de trabajo principales relacionadas entre sí:
a) La concepción y la producción esmerada del producto o del servicio.
b) Lograr que la organización de la empresa produzca siempre el producto o servicio conforme a esa perfección concebida.
Crear una cultura de calidad no tiene nada que ver con exigirle al personal un compromiso fanático y va más allá de que la dirección haga una declaración de intenciones; más bien se refiere al abandono de los principios de gestión empresarial que ya se quedan anticuados, que la puesta en marcha de unos nuevos que sean más adecuados. La calidad requiere una mejora continua e incluso empieza antes de la llegada de las materias primas a la empresa o de la selección del personal. Podemos asegurar que la calidad es, al menos, el resultado de:
- Los materiales, la mano de obra y la manera en que se utilizan.
- La manera en que estas materias primas entran en la empresa y se transforman en el producto o servicio final.
- La manera en que este producto o servicio final es percibido por el cliente como algo que le genera la satisfacción total.
Como clientes, todos asociamos la calidad en los artículos y servicios como algo que de por sí es más caro, todos entendemos que un céntrico hotel de 5 estrellas sea mucho más caro que un modesto hostal en las afueras. Pero como clientes, lo que más nos complace no es obtener más calidad pagando más, eso no tendría mérito: lo que nos gusta tener es más calidad por el mismo precio o incluso por menos. ¿Cómo puede lograr esto una empresa? Básicamente habría que trabajar en tres canales:
- La disminución del despilfarro. Revisar los procesos de compra y de gestión interna para optimizar costes.
- El aumento de la productividad. No siempre más tiempo de trabajo equivale a más producción, pero más y mejor organización del trabajo sí supone mejorar la productividad.
- El incremento de las ventas. Reducir los costes y mejorar la productividad nos convierte en más competitivos, y añadiendo alguna acción de marketing adecuada y una gestión de ventas bien dirigida, el aumento de las ventas será una consecuencia.
La organización y la dirección de la empresa deberían de concebir la calidad como un medio y no como un fin en sí misma, el fin debe ser mantener la viabilidad y sostenibilidad económica y financiera de la empresa, porque cada día más las empresas deben competir simultáneamente en estos cuatro frentes diferentes:
- Calidad. El cliente tiene que sentir que sale ganando, que lo que recibe a cambio del precio le beneficia y le compensa. Por ejemplo, un operario que limpia cristales hará un trabajo de mayor calidad si además de limpiar bien, remata los detalles que sólo se ven de cerca y si para limpiar no mancha otras partes o genera otros inconvenientes.
- Costes. No sólo es abaratar en origen sin perder calidad, sino que también es producir de forma más eficiente. Volviendo al ejemplo del limpiacristales, podemos buscar detergentes más baratos que cumplan con el mismo propósito, pero además, para hacer su trabajo necesita subir y bajar por una escalera varias veces, mojar y escurrir útiles, etc. Todo eso no va a hacer que el acabado (cristal limpio) quede mejor o peor, pero la forma de hacerlo va a influir en el tiempo que dedica y en consecuencia influirá en el coste tanto o más que los céntimos del detergente empleado.
- Flexibilidad. Las empresas que se pueden adaptar al cliente logran más éxitos que las que obligan al cliente a adaptase a la empresa. Volvamos de nuevo al limpiacristales. Si el cliente tiene que quedarse o abrir antes para que él haga su limpieza o tiene que inutilizar sus escaparates en hora punta, será más fácil que no esté contento y busque a alguien que adapte la limpieza de su escaparate a la hora más conveniente para el cliente.
- Entrega. El producto o servicio final puede ser buenísimo, pero si se falla en la entrega el cliente percibirá que es demasiado caro. En el ejemplo de nuestro limpiacristales, la entrega sería al finalizar el trabajo, si todo ha quedado simplemente perfecto, y no sólo el cristal limpiado, sino que todo lo que se ha visto implicado en la operación está igual o mejor.
Para conseguir hacer una gestión de la calidad total es necesario formar una estructura de organización coherente y dispuesta a trabajar por la mejora continua, entendiendo que todos sus miembros aportan para el bien común y son responsables de su labor, que no todo lo arregla la dirección y que no todo es culpa de los operarios.
David Carrascosa Mendoza
Analista de Estrategia Mercantil
Escritor y Articulista
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