José Antonio Hernández Menéndez
Cuando nacemos, el azar se ocupa de darnos unos antecedentes diferenciales: unos padres, un sexo, una nacionalidad, una religión o una cultura entre otros. Por lo tanto, somos hijos de alguien en particular, somos mujeres u hombres, pertenecemos a un país y a una religión determinados.
Pero adoptar el comportamiento social vinculado que se deriva de dichos rasgos locales, raciales, etc., no es una cuestión genética automática. Dicho comportamiento se adquiere, se aprende; en realidad, se imita.
El comportamiento humano más primario está programado. Lo controla el instinto de supervivencia, es irreflexivo y sirve para la autodefensa no refleja. Y lo más importante: es universal y trasciende al total de los seres vivos. Además de esta programación primitiva de base, el entorno condiciona paulatinamente la cinética de las personas (movimiento corporal característico), las cuales aprenden los hábitos de sus mayores mediante la copia de los mismos.
Por lo tanto, siendo el ser humano un gran imitador, los bebés reproducen todo aquello que ven hacer a los demás. Así aprenden la lengua materna, o los movimientos corporales que caracterizan a su sexo, o los gestos y posturas inherentes a la cultura de su entorno. Este tipo de información no está preprogramada: se adquiere durante la etapa de formación de la identidad en edades muy tempranas y se continúa de por vida. Así se pueden dar paradojas extrañas, como que los cónyuges se acaban pareciendo, o que los propietarios de animales y sus mascotas pueden correr la misma suerte.
Es casi imposible distinguir a un niño de una niña de corta edad, excepto por sus genitales. Es más, si no fuera porque se les corta el pelo y se les viste de forma diferente, probablemente no les distinguiríamos hasta que estuvieran próximos a la pubertad.
Pero, al crecer, van tomando consciencia de sus marcadores de identidad. Estos marcadores les indican lo que se espera de ellos. Cada sexo, cada estatus social, cada colectivo, ha de ajustar su expresión corporal al prototipo cultural de su entorno (gestos, movimientos, posturas, forma de mirar, etc.). Si no lo hace, la sociedad a la que pertenece catalogará su conducta de anómala.
Por lo tanto, cada cultura tiene unos patrones de comportamiento que la caracterizan. Así, lo que a unas agrada, a otras molesta. Dichos patrones constituyen un catálogo de usos de la comunicación no verbal. Estas costumbres copiadas son tan influyentes y condicionantes como, en el asunto complementario de la comunicación verbal, lo es hablar, naturalmente diríamos, el idioma que se escucha desde pequeño (al principio no propiamente hablar, sino sólo emular sin entender).
Entendiendo, por todo lo anterior, que el ser humano es muy dúctil, y que nuestros rasgos, así como nuestros principios y valores más fundamentales son pura casualidad, realmente se ha de concluir que no somos, sino estamos.
Conviene reflexionar sobre la siguiente idea: de la misma forma que se puede modular la voz para transmitir empatía y generar confianza en un interlocutor, igualmente se puede utilizar nuestro envase de forma consciente y tendenciosa para conseguir un acercamiento sensitivo y visual que genere una proximidad y afinidad emotivos, un baile de cuerpos en sincronía que facilite la comunicación.
Envase digo, porque un cuerpo no es más que el envase de aquello que lleva dentro.
José Antonio Hernández Menéndez Experto en sistemas de gestión de costes y en técnicas de venta.